lunes, 23 de noviembre de 2009

Xilitla, a orillas de la realidad

A la edad en que un niño normal no se preocupa siquiera por los raspones inflingidos durante sus juegos, y en que los ojos apenas comienzan a adaptarse a las increíbles imágenes que proporciona cada nuevo día de vida; a esa precisa edad de 5 años, Edward Frank Willis James tuvo que ser expulsado del fantástico mundo infantil de juegos y golosinas en que había vivido hasta ese momento, fue recluido entre los muros de la disciplina y la solemnidad que su nuevo puesto de “hombre de la familia” exigía. Su padre había muerto.


La infancia de Edward fue muy difícil, ya que al ser el único hombre en una familia de 4 hermanos, toda la responsabilidad de cuidar el nombre de aquella adinerada familia escocesa, recaía sobre sus hombros, este factor le era constantemente recordado, no sólo por su madre y sus hermanas, sino por la estricta disciplina con la que era educado por sus nanas francesas y alemanas.



Pero Edward creía que había cosas más importantes que un apellido, él creía en la realización del ser humano, no a través de la posición, el abolengo o los negocios, como el imperio ferroviario de su difunto padre, sino en la emancipación del espíritu, y encontró en el arte, el camino que lo llevaría a dicha meta.



A los 14 años aún en el internado, comenzó a escribir poemas, y a los 22 años con la muerte de su madre, Edward vislumbró una vida libre de las responsabilidades que le habían sido impuestas desde tan temprana edad.



Comenzó a recorrer el mundo siempre en busca del arte, así fue como conoció a artistas de la talla de Salvador Dalí, Rene Magritte, Luis Buñuel y Leonora Carrington. Al mismo tiempo que se dejaba envolver por un fascinante nuevo mundo que le recordaba a aquel otro del que había sido arrancado a los 5 años; el Surrealismo.



En una visita a su amiga Leonora Carrington, que vivía en Cuernavaca, Morelos, México, se enteró de una zona que gozaba del clima perfecto para el cultivo de orquídeas, y siendo él un apasionado de dichas flores, no pudo más que aventurarse a conocerlo.



La travesía fue extenuante y desastrosa, ya que se vio forzado a recorrer, junto a su amigo Plutarco Gastelum, kilómetros de montañas selváticas que se mostraban hostiles ante los extraños, como si quisieran preservar en secreto aquella zona que los forasteros se habían prometido encontrar.



Al llegar a la región de Xilitla, y tras sufrir innumerables peripecias para lograrlo, Sir Edward James quedó estupefacto al contemplar las pozas de agua cristalina que se formaban en la base de una cascada. Las leyendas cuentan que al estar nadando en aquel lugar de ensueño; observó un enorme grupo de mariposas amarillas, que emitían reflejos dorados gracias los pequeños haces de luz que se filtraban entre el follaje de la selva, y mientras se elevaban hacia el cielo, impregnaban el lugar con una fantástica atmósfera de cuento de hadas. En ese momento fue que decidió convertir ese luar en un jardín del edén. Su propio jardín del edén.



Al principio dedicó el lugar entero al cultivo de orquídeas, sin embargo la naturaleza se negó a apoyarlo y mandó una de las más feroces heladas que han azotado el lugar, lo que trajo como consecuencias nieve, hielo y centenares de orquídeas muertas.



Sir Edward no se dio por vencido, y ya que no podía combatir a la naturaleza, decidió unirse a ella en una de las obras más espectaculares construidas jamás por algún ser humano. Se dio a la tarea de edificar su castillo, no en contra de la naturaleza, sino fundido con ella. Y al mismo tiempo que se inspiraba en ella para levantar su castillo, pareciera que la naturaleza misma se dejó inspirar por el surrealismo implícito en todo lo que el escocés hacía de su vida, creando juntos una obra cuya belleza sólo puede compararse con lo desconcertante de sus formas y lo enigmático de su atmósfera.



Debido a la excentricidad con que transcurrió su vida, nadie sabe a ciencia cierta si en verdad el castillo de Sir Edward James es una obra inconclusa o no. Lo único que dejó absolutamente claro en 1984, al momento de morir, fue que la grandeza de un hombre no parte de lo que es, sino de lo que es capaz de imaginar.









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