El poli
de la entrada se me queda viendo. Me conoce bien, hemos platicado trivialidades
varias veces, está acostumbrado a verme por aquí. Se acerca (seguramente para
“correrme” de la unidad), y su expresión al ver mi rostro me hace entender que
me veo tan mal que como me siento.
Este
lugar me hace sentir extraño. Para un chico de Ecatepec, es extraño ver una
unidad habitacional con pasto, sin rejas ni alambre de púas sobre el portón,
aunque en la Nápoles sea lo más común. Cada que vengo, no puedo evitar sentir
el ferviente deseo de pertenecer a esto. De, algún día, llegar por la noche a
una casa que tiene pasto y jardín a la entrada, en vez de alumbrado público
inservible y la necesidad de estar alerta a cada paso.
Me gusta
venir aquí, y lo hago seguido… y a veces lo odio.
Ésta, en
la que estoy, es “mi banca”. La elegí porque está a la vuelta de la entrada del
departamento al que vengo, desde aquí puedo ver si alguien de ahí llega o se
va; pero mi presencia no se nota desde adentro.
Como
siempre llego antes de lo acordado y además siempre me hacen esperar de más, un
día decidí traer un buen libro conmigo, y encontrar un lugar tranquilo para
leer mientras espero. Así encontré esta banca que me ofrece tranquilidad y
comodidad, pero en la que mi presencia es imperceptible para quien vive en esa
casa.
Quien
vive en esa casa…
Son las
11 de la noche, y mi camino de regreso a Ecatepec se vuelve más complicado con
cada segundo que desperdicio aquí sentado… pero es que no puedo levantarme… es
decir: puedo, pero ¿Qué caso tiene? ¿Qué caso tiene preocuparme porque no me
asalten esta noche? ¿Qué caso tiene buscar una forma de llegar a casa? ¿Qué
caso tiene cualquier cosa sin ella?
No logro
descifrar si la expresión en la cara del poli fue de lástima o de empatía, pero
se detuvo por completo y regresó a su caseta sin decirme nada ¿Estaré llorando?
La
primera vez que entré a esta unidad, me regocijó la idea de que, en el futuro,
la visitaría muchas veces más. Pero hoy sé que no voy a volver a pisarla nunca
más… tal vez por eso estoy extendiendo lo más que puedo estos segundos de
amarga agonía.
Siempre
supe que lo nuestro no iba a durar. Era demasiado perfecto. Tú eras perfecta… y
en mi casa me enseñaron que si algo era demasiado bueno para mí, entonces no lo
merezco.
También
supe que no iba a durar cuando me decías que no tocara tu puerta, sino que te
esperara afuera, o cuando, al regresar a dejarte, preferías entrar sola a tu
casa… sabía que me ocultabas de tu familia ¿Te daba pena que vieran al wey con
que andabas? ¿Lo hacías para protegerme de sus críticas? No lo sé y no me
importaba. Te amaba de una forma tan pendeja, que me valía verga el motivo que
tuvieras, mientras pudiera verte, acariciarte, y detonar esa pinche risa
encantadora que me convertía en el más imbécil chango amaestrado.
Te di
todo lo que me dejaste darte… porque yo por ti habría dado mucho más. Habría
dado todo lo que tengo y también lo que no tengo…
Pero a
pesar de todo lo que di, tú no eras para mí. Sentado en esta banca donde tantas
veces esperé por ti, me doy cuenta de que nuestros caminos no se cruzaban de la
forma en que yo deseaba forzarlos… que ni yo te podía hacer reír tanto, ni tú
podías darme lo que yo desesperadamente deseaba de ti. Entendí que un día te
vas a enamorar como yo me enamoré de ti, y qué vas a forjar una relación
estable y amorosa… pero que no va a ser conmigo.
Y lo sé,
y lo entiendo, y siempre lo supe, te juro que sí.
Y
también te juro que, a pesar de que tú no me amas, y a pesar de que odio la
forma tan brutal en qué estoy dispuesto a humillarme y darte hasta lo que no
tengo… permanezco en esta banca a altas horas de la noche con la cara empapada
en llanto, porque lo que más deseo en el universo en este instante, es verte
salir por esa puerta y que te sientes junto a mi, me abraces y me digas “yo a
ti también”